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Si sus perros hubieran respondido a su llamada, la reina no habría
descubierto el vehículo de la biblioteca móvil del ayuntamiento aparcado
junto a las puertas de las cocinas del palacio. Y no habría conocido a
Norman, el joven pinche de cocina que estaba leyendo un libro de Cecil
Beaton e iba a constituirse en su peculiar asesor literario. Pero ya que
estaba allí, la reina decide llevarse un libro. ¿Y qué puede interesar a
alguien cuyo único oficio es mostrarse interesada? Isabel II de
Inglaterra descubre en los estantes de la biblioteca el nombre de una
escritora que conoce, Ivy Compton-Burnett. Y de ella a Proust. Y de
Proust a Genet, cuya sola mención hará temblar al presidente de Francia,
sólo median algunos libros. Así, azarosamente, ella, que hasta entonces
sólo había sido un lugar vacío ocupado por una fuerte idea del «deber»,
descubrirá el vértigo de la lectura, del ser, del placer.
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